martes, 5 de julio de 2016

Acostumbrarse a la libertad

Dice la biblia que Dios nos ha dado libertad (Gal. 5:1), y que Cristo dio su vida para regalárnosla. Sin embargo no es fácil aceptarla a buenas y primeras. He aquí una breve reflexión sobre los problemas que hemos tenido para acostumbrarnos a este regalo.

       Hoy en día existen muchas divisiones entre iglesias, y aunque no me interesa discutir sobre los detalles, ni mucho menos poner una sobre la otra, si quisiera hacer énfasis en que cualquiera que se dé un paseo por un par de iglesias notará tremendas diferencias entre ellas. Entre las más notorias está que en algunas iglesias, la gente grita “¡Amén!” muy seguido, en otras nunca lo gritan; en unas la gente danza mucho en la alabanza (hasta corren), en otras todos se quedan quietos aplaudiendo; en unas el pueblo es participativo e interactúa con el pastor durante el mensaje, en otras el pueblo permanece callado mientras el pastor habla.

        Ninguna de estas diferencias está siendo considerada correcta o incorrecta en este momento. El punto al que quiero llegar es ¿Por qué? ¿Por qué reaccionamos tan diferente ante la misma libertad? ¿No somos acaso todos igualmente libres? ¿Entonces por qué en algunas iglesias las personas se pueden percibir ligeramente más libres que en otras? ¿Acaso no se mueve el Espíritu Santo en unas de estas iglesias?

       Pensar en esta última pregunta es querer ver las cosas de la forma más simple posible. En realidad el problema (si es que de verdad es un problema) se origina en algo más psicológico.

       A principios del siglo pasado, un hombre llamado Alexander Neill fundó una escuela llamada “Summerhill”, en la cual los niños no eran obligados a absolutamente nada. Cada niño asistía a clase sólo si quería, podía comer lo que, cuando, donde y cuanto quisiera; podía jugar a lo que quisiera; podía, incluso, hacer cosas como fumar, beber y masturbarse sin que nadie le dijera nada.

       Sobra decir que este hombre se metió en problemas muchas veces por su escuela tan extremista, sin embargo con el paso de los años él notó que a los niños les costaba mucho trabajo acostumbrarse a la libertad. Al principio los niños siempre tomaban caminos extremos, o asistían a clase aunque nadie les dijera porque se sentían moralmente obligados, o nunca ponían un pie en el salón de clase. Pero, con el pasar del tiempo, los niños se iban acostumbrando, generaban su propia moral y comenzaban a asistir con la frecuencia necesaria por iniciativa propia.

        ¿Qué tiene que ver todo esto con la iglesia? Bueno, yo personalmente, quiero admitir (y sé que no soy el único) que cuando escuché a alguien hablar en lenguas por primera vez, me asusté mucho, principalmente porque nadie me había explicado qué era eso, y pensé que podía estar teniendo un ataque o algo similar. La libertad que Dios nos da es tan amplia que a muchas personas las puede asustar. Hay cristianos que no se sienten agusto en una iglesia donde griten “¡Amén!” por cada cosa que diga el pastor.

         ¿Pero por qué esta antipatía a la comunión grupal? ¿Por qué a muchos cristianos les cuesta trabajo gritar un “Amén” o levantar sus manos? ¿Por qué tanto problema en brincar un poco en la alabanza? Si retrocedemos un poco en la vida del mexicano encontraremos dos instituciones nacionales tan importantes y arraigadas en nuestro país que simplemente nadie se ha escapado de ellas, y que (queramos o no) han aplastado por años el espíritu y la espontaneidad de las personas.

       La primera: la escuela, he sido alumno muchos años y ahora también soy docente, sé y me consta que la escuela es (y antes lo era aún más que ahora) un centro de represión. Desde niños se nos acostumbró a que debemos estar sentaditos y calladitos por largos ratos, sólo escuchando los largos discursos del profesor.

       En la escuela aprendimos (muchos a la mala) a callarnos y trabajar, a que lo que dice el profesor es verdad e indiscutible, a que no le debes faltar al respeto al que dirige (y hay muchísimas cosas que pueden ser consideradas como “falta de respeto”).

        La escuela también nos enseñó a memorizar, a no razonar lo que leemos ni lo que nos enseña el profesor, sólo apréndetelo y ya. El conocimiento no es ni racionalizado, ni mucho menos visto de una forma práctica y útil. Por esto es que tantos niños preguntan todos los días “¿Y yo para qué quiero aprender a sacar la hipotenusa?”.



       La segunda: La iglesia católica. Todos sabemos que está tan arraigada en México, que ser ateo es casi sinónimo de ser católico. Y honestamente no es esto una crítica contra ella, sólo se trata de hacer notar ciertas características que la iglesia católica impone (no ofrece).

       Sólo basta ir a una misa para darse cuenta que no puedes hablar durante el sermón del padre (de hecho se ve como una “falta de respeto”), ni mucho menos interactuar. Cuando hay cantos, la gente lejos de brincar y levantar manos, sólo recita lentamente lo mismo que dice el coro que dirige. Nunca he escuchado un “Amén” a mitad de una misa. Allí uno va para adaptarse y seguir un plan preestablecido (tanto que en ocasiones ya está hasta por escrito por una casa editorial que ni siquiera conoce la iglesia, mucho menos a sus congregantes y/o necesidades).

         Cuando tomamos en cuenta que la inmensa mayoría de los cristianos estudiaron (al menos la primaria) y que en México todos hemos pasado por una etapa francamente católica por tradición, no tiene nada de sorprendente que al llegar a una iglesia donde tienes nuevas libertades nunca antes pensadas, la persona se dé topes contra ella. No es fácil quitarse el velo del “no interrumpo, es falta de respeto” “no opino, el pastor es el que sabe, yo no” “no brinques, no es el lugar para eso, harás el ridículo”.

         Respecto a la alabanza, y específicamente el tema de danzar, levantar manos o gritar. También hemos sido educados para saber que hay lugares donde se pueden hacer ciertas cosas, y lugares donde no. Y los lugares para hacer el ridículo se llaman antros, bares, cantinas o casas particulares durante una fiesta, pero nunca la iglesia, allí se va a guardar respeto. Es difícil tomar esa libertad y aceptar que no tiene nada de malo que alguien te vea moviéndote en alegría. Muchísimas de veces he oído a directores de alabanza decir frases como “Vamos, danza, Dios te ha dado esa libertad”, pero el hombre se ha encargado de enterrar esa libertad por años.

        Para ir concluyendo, vale dejar en claro una cosa: si Dios te dio libertad para gritar, brincar, danzar y levantar manos, también te la dio para no hacerlo; tú eres libre de alabar a Dios como a ti te plazca. El problema aquí es que la gran mayoría no se retiene porqué así le plazca, sino porque aún no ha experimentado la libertad de Dios.

       Entre los frutos del Espíritu (Gal. 5: 22-23), Pablo menciona el dominio propio, el cual no es experimentado por alguien que no puede liberarse en presencia de Dios. Alguien que no ha experimentado esa libertad es alguien que aún es dominado por muchas cosas, menos por sí mismo. Otro fruto es el gozo, el cual no se experimenta en cautiverio, sólo en libertad.

       La seriedad debe ser resultado de una libertad espiritual y personal, no impuesta. Te invito a que luches una batalla espiritual por tu libertad; que si tienes problemas con todo esto, la próxima vez que estés en la alabanza te muevas más, que grites “Amén” sin temor cuando realmente estés de acuerdo con lo que alguien dijo, que experimentes la libertad. Y que si regresas a la seriedad, sea por tu propia libertad. Porque lo sabemos bien, tras tantos años de opresión psicológica y espiritual, así como a los niños de Summerhill, a los cristianos también nos cuesta trabajo acostumbrarnos a la libertad.

Por Fernando Castro

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