Un versículo muy conocido de la biblia es “Amarás a tu
prójimo como a ti mismo”, el cual viene escrito nueve veces (contando una en
que menciona que amarás también al extranjero). Aquí es donde quiero hacer más
énfasis: en la palabra “prójimo”. ¿Quién es mi prójimo? ¿Mi amigo, mi primo, mi
hermano, mi vecino?
No, incluye a cualquier persona.
Tanto es así, que Cristo mismo nos dijo que no debíamos amar sólo a quienes nos
aman, pues eso lo puede hacer cualquiera, sino ir más allá y amar incluso a
nuestros enemigos.
Este
hermoso versículo tiene un primo cercano en la familia de los refranes: “Has el
bien sin mirar a quién”. Y ya que el amor en el cristianismo es activo y no
pasivo ni contemplativo, podríamos decir que este dicho y “amarás a tu prójimo
como a ti mismo” son sinónimos. Pues “amar al prójimo” es también “hacer cosas
buenas por el prójimo”, “ayudar al prójimo”, “preocuparse por el prójimo”.
Una vez
asentado que estos frutos de la sapiencia son semejantes, quisiera mencionar
que tampoco son los únicos frutos verbales del árbol de la hermandad. Juvenal
dijo desde los primeros siglos “¿Qué hombre de bien considera cualquier
desgracia como algo que no le concierne?” (XV, 140). No sólo reflexiona sobre
la importancia de preocuparnos por los demás, sino además menciona que es algo
“concerniente” a uno, por lo que actuar en su solución o disipación es también
nuestra tarea.
Cicerón
plasmó por su parte “Los hombres vinieron a la existencia por el deseo de los
propios hombres de hacerse el bien el uno al otro” (De off I. VIII). El
Beowulf, cantar de gesta anglosajón de la era medieval, dice “Nada puede
cambiar los deseos de bondad de un hombre de recto pensamiento”. El
Sigrdrífumál, cantar nórdico, ordena también “Un consejo te doy: Se intachable
[…]. No te vengues aunque te hagan mal”.
Así,
claro es que hacer el bien a los demás es indispensable en la vida del hombre.
Pero la verdadera reflexión que yo quisiera hacer hoy es… ¿A quién dijimos? A
cualquiera y a todos a la vez. El amor por el prójimo no tiene discriminación.
No ayuda sólo a blancos o a negros, sólo a hombres o a mujeres, a niños o a
adultos, a cristianos o a católicos, a amigos o familiares, a compañeros o a
extraños, a ricos o a pobres; a cualquiera y a todos a la vez.
Hoy, en
pleno siglo XXI nos hemos alejado cada día más de este concepto tan completo. La
ayuda que brindamos se convierte cada vez más en una ayuda selectiva que lejos
queda de la ayuda que Cristo daba a sus prójimos.
Pero
más que por gustos o favoritismos, hay un motivo que agrava este problema sin
razón alguna: el miedo al “qué dirán”. Si a Cristo le hubiera preocupado lo que
la gente pudiera decir de Él, no hubiera curado en día de reposo, no hubiera
comido con cobradores de impuestos, no hubiera llamado a pescadores, no hubiera
perdonado prostitutas, no hubiera conversado con ladrones. Pero hoy, un hombre
maduro, una mujer adulta o un adolescente, no puede ayudar a cualquier persona
de forma indistinta sin que las personas comiencen a hablar.
No son
pocos los hombres que me han contado que al abrirle la puerta a una mujer (o al
realizar una obra de cortesía semejante) reciben un sermón sobre la
independencia femenina y el yugo opresor del patriarcado mexicano.
Si a
este problema, le agregamos la inseguridad que estos días invade nuestras
calles y hogares (es común que ladrones se hagan pasar por personas lastimadas
o en necesidad, y al acercarse alguien a ayudar, terminan emboscando al “buen
samaritano”); la desconfianza frente a aquel que de buena fe te quiere ayudar,
se ha vuelto una barrera inquebrantable que ha entorpecido la cadena de ayuda
que Cristo comenzó.
Te
invito este día a que ayudes a quién puedas y cuando puedas, sin importarte lo
que piense la gente. No dejes que la opinión de un mundo lleno de pecado apague
el fuego de Dios en ti. Vive ayudando, que es a lo que Cristo nos ha llamado.
Corre el riesgo, juégatela.
Por Fernando Castro